Confinamiento: año cuarto; día uno

Rodrigo Brión Insua

Rodrigo Brión Insua (A Pobra do Caramiñal, 1995). Grado de Periodismo en la Universidad de Valladolid (2013-17). Redactor en Galiciapress desde 2018. Autor de 'Nada Ocurrió Salvo Algunas Cosas' (Bohodón Ediciones, 2020). 

En Twitter: @Roisinho21

“¡Mira a esos chinos! ¡Están loquísimos!”. El que le berrea a la tele es un servidor. Estamos a principios de enero y tomo café con mis amigos mientras vemos por la tele como en China construyen un hospital a toda prisa. Plenamente operativo en poco más de una semana. Resulta que hay un algo, en una ciudad que acabo de descubrir que existe, que los pone a todos enfermos. En Wunosequé la gente tiene algo así como una gripe muy fuerte que los tumba. Literalmente. Hay colas de gente a la puerta de los hospitales, señores que se desploman en medio de la calle, enfermos en habitaciones, pasillos, salas de espera…todos llevan mascarilla. Mis amigos y yo alucinamos. “Están flipados estos chinos”, decimos.
 

Dos meses después la cosa se ha precipitado y estamos todos encerrados en nuestras casas. Primero vimos como la gripe esa, a la que ya podemos poner nombre, Covid-19, llegaba a Europa. En Italia cierran todo. Aquí se dan algunos casos. Cada vez hay más. Una mañana llegas al gimnasio y resulta que lo han cerrado “por precaución”. Tampoco hay clases. Cierran la redacción, hay que trabajar desde casa y lo hacemos en pijama. Las estanterías de los supermercados se vacían. Hay que poner la norma de que nadie puede comprar más de dos paquetes de 24 rollos de papel higiénico por cabeza, porque empieza a escasear. Llegamos al 13 de marzo: Pedro Sánchez sale por la tele y dice que nadie puede salir de casa durante dos semanas. Acabarán siendo dos meses. Empieza el confinamiento. 

 

La historia les sonará a todos. La han vivido igual que yo. Y parecerá increíble, pero han pasado ya cuatro años desde aquel día en el que aprendimos lo que era un “estado de alarma”. Lo demás, son muchas historias, traumas y anécdotas que, en algunos casos, todavía no podemos contar, por si no han prescrito. Alguno recordará las triquiñuelas que hacía para saltarse el cierre e ir a ver a su novio al pueblo de al lado o pedía prestado el perro al vecino para sacarlo a pasear y tomar un poco de aire detrás de una pañueleta, o una mascarilla en el mejor de los casos. Lo que seguro no podrá olvidar nadie será la pérdida, la de las miles de personas que se dejaron la vida en lo peor de la pandemia mientras todos estábamos en casa esperando por una vacuna que tardó meses en llegar.

 

Yo lo que recuerdo de aquellos días es el cielo azul -creo que el más azul que he visto nunca, fue la primavera más clara de la historia- y números. Montones de números. Montones de cifras con las que los medios bombardeabamos a la gente sin saber muy bien del todo de qué estábamos hablando. Que si la incidencia acumulada. Que si los indicadores epidemiológicos. Que si los positivos, los negativos, las PCRs… Los muertos. Las decenas de muertos en un área sanitaria. Los cientos de muertos en Galicia. Los miles de muertos en España. Cifras y cifras que ganaban significado a medida que las personas detrás de ellas perdían el nombre, pasando a ser parte de un interminable compendio de afectados.
 

Habrán quién, paradójicamente, ante este panorama vivió momentos de los más felices. No hablo de los que se enamoraron -que los hubo- o los que estrecharon lazos con su familia a fuerza del encierro, sino de los que se enriquecieron. Porque alguien se lo llevó muerto, y nunca mejor dicho, con comisiones millonarias obscenas en la mayor crisis sanitaria que ha azotado a esta canica azul. Ahora empezamos a ver la luz, pero todo lo que quedará por destapar.

 

Y no importa si son de uno u otro signo político, como tampoco importa que las comisiones sean algo legal -aunque de lo más reprobable en un momento en el que algunos disfrazaron de buena voluntad su avaricia desmedida-. Lo relevante es su impunidad y su desvergüenza para aprovechar el sufrimiento de los demás y engordar sus cuentas, mientras traían -si lo traían- de sabe dios donde mascarillas y demás productos que, en muchos casos, no valían ni para sonarse los mocos que dejaba el coronavirus. Sus fotos, ya sea saliendo a aplaudir a los sanitarios desde el balcón a las ocho o llorando lágrimas de cocodrilo ante las cámaras rodeados de ataúdes, repugnan hoy todavía más. Ya repugnaban entonces, pero ahora resultan más descaradas si cabe.
 

Tal vez sería momento de que, en vez de lanzarse los trastos y jugar al 'Y tú más', nuestros representantes políticos impulsen alguna investigación que otra y una ley que diga, por ejemplo, que durante la vigencia de un estado de alarma no puede existir la figura del "comisionista" y se castigará a todo aquel que especule en un momento de crisis. Así, en la próxima pandemia -que la habrá-, al menos estaremos mejor preparados cuando lleguen los aprovechados, toda vez que parece que estaremos igual de mal desprotegidos que en el 2020 en el plano sanitario, porque ni los médicos y enfermeros cuentan hoy con más medios, ni con más protección, ni con plantillas reforzadas para hacer frente a la tensión que entonces sufrió nuestra sanidad pública, nuestro bien más preciado.
 

Lo más singular es que parece que no hemos aprendido nada. Es más: no nos ha ni importado. Desde aquella hemos tenido la oportunidad de castigar a todos los que lo hicieron tan rematadamente mal, dejando desamparadas a las residencias o abandonando a los sanitarios una vez que dejamos atrás lo peor. Y, si miramos el tablero político, todo sigue igual después de varias elecciones en todos los ámbitos, con las mismas mayorías absolutas o simples, pero con las listas de espera para recibir una asistencia digna más y más largas. 
 

Hoy sabemos algunas cosas más, porque la pandemia sigue ocupando titulares estos días, pero son las investigaciones del fisco las que preocupan. De las investigaciones sobre por qué murieron o se dejaron morir a tantos y tantos ancianos en condiciones tan lamentables nada se sabe. Con lo que nos hemos quedado es con los cajones llenos de mascarillas olvidadas, con la marca de los soportes donde colocábamos el gel hidroalcohólico en la pared y, en algunos casos, con un Covid persistente que no hemos logrado ni descifrar. Alguno puede que todavía guarde papel higiénico de aquella. De eso hace ya cuatro años y un día. Resulta que los chinos no estaban tan locos.


 

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